Todos los caminos de la ciudad de México llevan al Zócalo, pero para cada persona el camino es distinto. Yo llegué hasta aquí buscando historias. Aquí, en el centro de la ciudad de México, bajo un sol inclemente o bajo las súbitas tormentas de la temporada de lluvias que amenazan con inundar las carpas de los huelguistas, hablo con los trabajadores y trabajadoras de Luz y Fuerza del Centro que se mantienen en huelga de hambre en su lucha para recuperar su empleo. Contra los grandes medios de comunicación y contra el reloj que avanza en su contra. Estas son sus historias.

viernes, 18 de junio de 2010

Miguel Pérez - día 55



Nombre: Miguel Ángel Pérez López

En huelga de hambre desde: 28 de Abril

Edad: 50 años

Puesto en LyFC: Cables Subterráneos

Se llama Miguel. Viene dándome esquinazo desde el primer día. No le gusta estar bajo los focos, prefiere pasar desapercibido. A otros les gusta dar entrevistas. A él no. Pero es tan amable, tan simpático, tan divertido, que resulta imposible recriminárselo. Sentado sobre su “catre kingsize” –extravagante regalo que le hizo el personal de apoyo el 7 de julio, día en que cumplió 50 años, juntando su catre con otros dos catres vacíos y rellenando los huecos y las irregularidades con mantas y cobijas- platica sobre la historia de su vida y su pasión por los perros con aire de comediante famélico. Junto a él ondea un colorido globo de cumpleaños que lo felicita por su 50 aniversario. “Cumplí aquí mis cincuenta años, y también mis cincuenta días en huelga de hambre” dice, orgulloso. Sólo él y Cayetano permanecen en la carpa grande donde hace cincuenta y cuatro días hubo treinta y seis personas. Miguel y Cayetano, Cayetano y Miguel, no se parecen en nada.

¿Qué lleva a un hombre, a una mujer, a arriesgar su vida? ¿Qué lo mantiene en pie? Sé –o creo saber- qué mantiene en pie a Cayetano. O más bien: quién. Cuenta con el incondicional apoyo de su esposa y sus hijas. Su esposa, una hermosa y aguerrida oaxaqueña, se ha convertido en la sombra de Cayetano. Está siempre con él, controlándole el pulso, dándole masajes, hablando con él. No me creerán, pero estoy convencida de que Cayetano y su esposa hablan en silencio. Pero, ¿y Miguel? ¿quién mantiene en pie a Miguel? Por más que lo miro y escruto todos sus gestos, no consigo entender de dónde saca la fuerza para seguir estando aquí. No tiene esposa ni hijos: vive con sus padres. Tiene dos perros que adora y dice que cuanto más conoce a los hombres, más quiere a sus perros. Incondicional de Brasil, se levanta todas las mañanas a las 6 para ver los partidos del Mundial y se come sus diminutas raciones de miel, si no con ganas, al menos no con disgusto. En sus ojos brilla una ilusión incorruptible.

Él no es político, y de sindicalista tiene poco. Nunca quiso entrar a trabajar a LyFC, y mucho menos al terrible departamento de Cables Subterráneos. Pero el destino, escondido tras los consejos de su padre, quiso que a este hombre simpático y delicado le tocase en suerte laborar entre cables, lodo, ratas y cucarachas. El departamento de los hombres sin miedo. El departamento donde usted jamás enviaría a su hijo, donde los hombres mueren en la oscuridad, como mineros urbanos esclavos de los caprichos de Doña Electricidad. Dicen los medios que estos trabajadores son privilegiados porque se jubilan a los veintiocho años de servicio. Sin duda ellos no conocen el terror de los pozos y los transformadores. Miguel soportó con aplomo su suerte hasta que tuvo un accidente con un transformador: le explotó en la cara y le quemó rostro y brazos. Conserva todavía cicatrices en las muñecas. Después de eso, fue transferido a oficinas, donde se desempeñó bien. Pero el destino volvió a alcanzarlo al cabo de ocho años: no podía continuar ascendiendo sin regresar a los pozos. Con el corazón en un puño, fue devuelto a la oscuridad de los cables. Él no quería, pero así son las cosas.

No es un cobarde. Aguantó varios años más de pozos subterráneos temiendo siempre un inevitable accidente. Su mayor temor era que algo malo les ocurriese a sus subordinados, de los cuales él era responsable. Se blindó contra ello escogiendo siempre a los mejores trabajadores y su plan funcionó: el temible accidente no los alcanzó nunca. Aún así, no pudo respirar tranquilo hasta que al fin, tras muchos años de trabajo subterráneo, pudo regresar a oficinas como sobrestante. He hablado con muchos hombres de Cables Subterráneos, y sé que todos tienen miedo. También sé que la mayoría de ellos no lo admitirá bajo (casi) ninguna circunstancia. Es un puesto de trabajo tan temible como los de Líneas Aéreas, quizá más. Miguel es diferente: él admite su miedo sin complejos. En apariencia tal vez el más frágil de los huelguistas que representan a Cables Subterráneos, los ha visto partir a todos. Él permanece.

Nunca le gustó la política. De hecho, sigue sin gustarle. Conserva el mensaje que recibió el 10 de octubre a las 23:03. “Todos al SME. Tomó el gobierno las instalaciones. Pasa el mensaje”. Durante un mes se interrogó a sí mismo. ¿Debía liquidarse o luchar? Cambió de opinión seis veces al día durante treinta días sin llegar a ninguna conclusión. ¿Debía optar por el humillante camino fácil, o seguir la senda dura? Su hermano, sindicalista de pura sangre, escogió la liquidación. Miguel no le guarda rencor, ni a él ni a nadie. Escogió finalmente su senda, la de la resistencia, y una vez eligió el camino no se detuvo a mirar atrás. Para gran sorpresa de todos sus compañeros, estuvo en primera línea en todos los enfrentamientos y recibió los golpes más duros. Al igual que entonces, ahora resiste en su huelga de hambre. Aunque su rostro está demacrado y las costillas ya se le deben marcar bajo la playera de Brasil, él no flaquea. No lo mueven ni el odio ni los principios sindicales. Tan solo la justicia en su sentido más puro, más real. No se ha pasado veintidós años realizando su temible trabajo para que ahora vengan a decirle que no merece su jubilación. Lo justo es justo, y esto que está viviendo, él lo sabe, es injusto.

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