Nombre: Juan Carlos Trejo Álvarez
En huelga de hambre desde: 3 de Mayo
Edad: 30 años
Puesto en LyFC: Cables subterráneos (taller) / representante sindical
Se llama Juan Carlos. Unos le llaman Carlitos y otros le dicen “el grillo”, porque le gusta la política. Le digo que tiene cara de español y se ríe. Tuvo una bisabuela española, como muchos mexicanos. Sus papás son de Guanajuato, verdaderos chilangos emigrados por necesidad. Llegaron al Distrito Federal y tuvieron cinco hijos. Carlos recuerda infinidad de casas rentadas, o casas de parientes que les dieron acogida en aquellos tiempos de necesidad. No fue fácil, pero finalmente su padre encontró un buen puesto: en Ruta 100. Hasta una extranjera como yo ha oído hablar de Ruta 100, dos palabras que son como un redoble maldito, una invocación murmurada entre dientes, un mal presagio: esto va a ser lo mismo que Ruta 100, dicen algunos, refiriéndose al caso del Sindicato Mexicano de Electricistas. Ruta 100 en dos palabras: paraestatal quebrada. En México, la verdad, las empresas paraestatales [públicas] tienen una asombrosa capacidad para quebrar. Digo, considerando que uno de los rasgos que definen a las empresas públicas –o del Estado- es, precisamente, su inquebrabilidad.
Hace quince años quebró (nótese la cursiva) Ruta 100. La miseria llegó de nuevo a casa de Carlos. Gracias a Ruta 100, la calidad de vida de la familia había mejorado. El padre de Carlos había comprado un terrenito en Naucalpan y poco a poco fueron construyéndose su casa. Hasta que quebró la empresa inquebrable y los padres de Carlos se divorciaron. Fueron malos tiempos. Su padre se fue para no regresar hasta hace poco. Su madre quedó a cargo de cuatro hijos –la mayor ya se había casado- y sin ningún recurso. Carlos tenía quince años y seguía en edad a la hermana mayor. Así que cuando su madre tomó la decisión de migrar a Estados Unidos [nota para lectores españoles: a Estados Unidos no se migra en avión] Carlos quedó a cargo de sus hermanos menores. Se puso a trabajar de lo que fuera. De lavaplatos, garrotero, lavacoches, donde fuera. Intentó compaginar el trabajo con los estudios pero abandonó el intento a los seis meses. Trabajó y trabajó para mantener a sus hermanos. Su madre mandaba dinero desde Estados Unidos. A Carlos la adolescencia se le escapó en un suspiro. Si, Carlos sabe muy bien qué ocurre cuando quiebran a una empresa pública: él ya lo sufrió una vez. Pensó tal vez que jamás volvería a ocurrir: se equivocaba.
En Naucalpan conoció a la que ahora es su esposa. Se casó con ella y continuó trabajando como mesero. Dice que fue horrible: ganaba bastante dinero, pero apenas tenía tiempo para convivir con su mujer. Fueron seis meses de sufrimiento, al cabo de los cuales su suegro, electricista jubilado, se apiadó de él y le propuso entrar a LyFC. Todos los empleados de LyFC tienen, en algún momento de su vida laboral, la opción a hacer entrar a otra persona en la empresa. Suelen aprovechar para darle paso a un hijo o a un hermano. En este caso, fue Carlos el afortunado. Cuando en su restaurante se enteraron de que Carlos iba a entrar en los próximos meses a LyFC, lo despidieron. Carlos no protestó. Aprovechó el despido para vivir con ilusión el nacimiento de su hijo y más tarde, ya en LyFC, tuvo tiempo para convivir con su esposa y su hijo. Ocho horas para el trabajo, ocho horas para el descanso y ocho horas para estar con la familia: Carlos recita el lema sindicalista con fe y agradecimiento.
Me pregunto si la vida le ha dado a Carlos la oportunidad de reparar el error de su padre, liquidado de Ruta 100. Porque cuando lo imposible se repite los hombres y las mujeres tienen la oportunidad de enfrentarse a la historia para rehacerla. Su padre no luchó por su empleo usurpado. Carlos, en cambio, escogió pelear hasta el final. Redimir, tal vez, a su padre. Redimirse a sí mismo. No está siendo fácil. Le oculta a su esposa y a su suegro lo mal que se siente, y hace de tripas corazón para mostrarse entero. Pero cuando llueve, el Zócalo se encharca y la humedad se le mete en los huesos. Mareos, dolores, calambres, diarreas continuas. El cuerpo se alimenta ya del músculo y se come a sí mismo. Carlos no pide la comprensión de nadie: solo su apoyo. Dice que firmar una liquidación voluntaria es tanto como un escupitajo en la cara. Que el gobierno piensa que todo se arregla con dinero. Y no es cierto. Porque él –ellos y ellas, los catorce huelguistas de hambre que permanecen contra viento y marea en esta carpa- siguen demostrándole a su país que la dignidad no se puede comprar ni vender. Porque –dice Carlos- que el hambre te tira, pero la dignidad te levanta.
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