Todos los caminos de la ciudad de México llevan al Zócalo, pero para cada persona el camino es distinto. Yo llegué hasta aquí buscando historias. Aquí, en el centro de la ciudad de México, bajo un sol inclemente o bajo las súbitas tormentas de la temporada de lluvias que amenazan con inundar las carpas de los huelguistas, hablo con los trabajadores y trabajadoras de Luz y Fuerza del Centro que se mantienen en huelga de hambre en su lucha para recuperar su empleo. Contra los grandes medios de comunicación y contra el reloj que avanza en su contra. Estas son sus historias.

sábado, 26 de junio de 2010

Carlos - día 63


Nombre: Juan Carlos Trejo Álvarez

En huelga de hambre desde: 3 de Mayo

Edad: 30 años

Puesto en LyFC: Cables subterráneos (taller) / representante sindical

Se llama Juan Carlos. Unos le llaman Carlitos y otros le dicen “el grillo”, porque le gusta la política. Le digo que tiene cara de español y se ríe. Tuvo una bisabuela española, como muchos mexicanos. Sus papás son de Guanajuato, verdaderos chilangos emigrados por necesidad. Llegaron al Distrito Federal y tuvieron cinco hijos. Carlos recuerda infinidad de casas rentadas, o casas de parientes que les dieron acogida en aquellos tiempos de necesidad. No fue fácil, pero finalmente su padre encontró un buen puesto: en Ruta 100. Hasta una extranjera como yo ha oído hablar de Ruta 100, dos palabras que son como un redoble maldito, una invocación murmurada entre dientes, un mal presagio: esto va a ser lo mismo que Ruta 100, dicen algunos, refiriéndose al caso del Sindicato Mexicano de Electricistas. Ruta 100 en dos palabras: paraestatal quebrada. En México, la verdad, las empresas paraestatales [públicas] tienen una asombrosa capacidad para quebrar. Digo, considerando que uno de los rasgos que definen a las empresas públicas –o del Estado- es, precisamente, su inquebrabilidad.

Hace quince años quebró (nótese la cursiva) Ruta 100. La miseria llegó de nuevo a casa de Carlos. Gracias a Ruta 100, la calidad de vida de la familia había mejorado. El padre de Carlos había comprado un terrenito en Naucalpan y poco a poco fueron construyéndose su casa. Hasta que quebró la empresa inquebrable y los padres de Carlos se divorciaron. Fueron malos tiempos. Su padre se fue para no regresar hasta hace poco. Su madre quedó a cargo de cuatro hijos –la mayor ya se había casado- y sin ningún recurso. Carlos tenía quince años y seguía en edad a la hermana mayor. Así que cuando su madre tomó la decisión de migrar a Estados Unidos [nota para lectores españoles: a Estados Unidos no se migra en avión] Carlos quedó a cargo de sus hermanos menores. Se puso a trabajar de lo que fuera. De lavaplatos, garrotero, lavacoches, donde fuera. Intentó compaginar el trabajo con los estudios pero abandonó el intento a los seis meses. Trabajó y trabajó para mantener a sus hermanos. Su madre mandaba dinero desde Estados Unidos. A Carlos la adolescencia se le escapó en un suspiro. Si, Carlos sabe muy bien qué ocurre cuando quiebran a una empresa pública: él ya lo sufrió una vez. Pensó tal vez que jamás volvería a ocurrir: se equivocaba.

En Naucalpan conoció a la que ahora es su esposa. Se casó con ella y continuó trabajando como mesero. Dice que fue horrible: ganaba bastante dinero, pero apenas tenía tiempo para convivir con su mujer. Fueron seis meses de sufrimiento, al cabo de los cuales su suegro, electricista jubilado, se apiadó de él y le propuso entrar a LyFC. Todos los empleados de LyFC tienen, en algún momento de su vida laboral, la opción a hacer entrar a otra persona en la empresa. Suelen aprovechar para darle paso a un hijo o a un hermano. En este caso, fue Carlos el afortunado. Cuando en su restaurante se enteraron de que Carlos iba a entrar en los próximos meses a LyFC, lo despidieron. Carlos no protestó. Aprovechó el despido para vivir con ilusión el nacimiento de su hijo y más tarde, ya en LyFC, tuvo tiempo para convivir con su esposa y su hijo. Ocho horas para el trabajo, ocho horas para el descanso y ocho horas para estar con la familia: Carlos recita el lema sindicalista con fe y agradecimiento.

Me pregunto si la vida le ha dado a Carlos la oportunidad de reparar el error de su padre, liquidado de Ruta 100. Porque cuando lo imposible se repite los hombres y las mujeres tienen la oportunidad de enfrentarse a la historia para rehacerla. Su padre no luchó por su empleo usurpado. Carlos, en cambio, escogió pelear hasta el final. Redimir, tal vez, a su padre. Redimirse a sí mismo. No está siendo fácil. Le oculta a su esposa y a su suegro lo mal que se siente, y hace de tripas corazón para mostrarse entero. Pero cuando llueve, el Zócalo se encharca y la humedad se le mete en los huesos. Mareos, dolores, calambres, diarreas continuas. El cuerpo se alimenta ya del músculo y se come a sí mismo. Carlos no pide la comprensión de nadie: solo su apoyo. Dice que firmar una liquidación voluntaria es tanto como un escupitajo en la cara. Que el gobierno piensa que todo se arregla con dinero. Y no es cierto. Porque él –ellos y ellas, los catorce huelguistas de hambre que permanecen contra viento y marea en esta carpa- siguen demostrándole a su país que la dignidad no se puede comprar ni vender. Porque –dice Carlos- que el hambre te tira, pero la dignidad te levanta.

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