Todos los caminos de la ciudad de México llevan al Zócalo, pero para cada persona el camino es distinto. Yo llegué hasta aquí buscando historias. Aquí, en el centro de la ciudad de México, bajo un sol inclemente o bajo las súbitas tormentas de la temporada de lluvias que amenazan con inundar las carpas de los huelguistas, hablo con los trabajadores y trabajadoras de Luz y Fuerza del Centro que se mantienen en huelga de hambre en su lucha para recuperar su empleo. Contra los grandes medios de comunicación y contra el reloj que avanza en su contra. Estas son sus historias.

lunes, 14 de junio de 2010

Marina - día 51


Nombre: Marina López Bermelho

Personal de apoyo para huelguistas de hambre

Edad: 46 años

Puesto en LyFC: Vigilante

Se llama Marina y no está en huelga de hambre. Ella es una de las cinco mujeres que forman parte del personal de apoyo. Limpian, lavan, preparan vasitos con miel, ponen los sueros y las aguas en las hieleras, llevan la cuenta de los problemas de los (y las) huelguistas de hambre, les hacen los recados y escuchan y solucionan sus quejas: son sus ayudantes, sus psicólogas, sus confidentes y amigas. A pesar de todo, no reciben más que una retribución muy esporádica por sus servicios permanentes: a veces, alguien se apiada de ellas y les trae algo de comer, unos pesitos o unos boletos para el metro. Seguramente no recibirán jamás ningún reconocimiento verbal –y mucho menos escrito- y cuando todo esto acabe –para bien o para mal- nadie recordará su ayuda y su compromiso incondicional. Nadie excepto los huelguistas que bromean con ellas. Y excepto algún periodista curioso. Ellas son su soporte moral, sus brazos y sus piernas.

Marina llega temprano y se va tarde. No vive ya en su casa: tuvo que irse. Tras la extinción de LyFC la mala suerte se le echó encima. Empezó a tener problemas con las bandas de su barrio. Tiene dos hijas de 18 y 20 años, y vivía con ellas en la casa que había sido de sus padres. Un chavo del barrio quería con una de sus hijas, y aunque ésta nunca le correspondió, eso generó la envidia de una de las muchachas del barrio. Un grupo de chicas molió a palos a las dos hermanas. Hasta les robaron los zapatos, confiesa Marina. A partir de ahí, todo fue a peor. Las peleas de la banda con la familia de Marina subieron de nivel. Al final, amenazadas de muerte, Marina y sus hijas tuvieron que salir con lo puesto. La casa quedó allí, hermosa y vacía, como un refugio inalcanzable. Se fueron a vivir con una hermana, pero pronto empezaron las peleas con las hijas. Estudiantes ambas en universidades privadas, las hijas de Marina habían vivido muchos años por encima de sus posibilidades reales. A pesar de que el sueldo de su madre no era muy alto, tuvieron siempre todo lo que pidieron. Tal vez demasiado. Ahora le exigían a su madre que se liquidase para que pudiera continuar pagándoles la universidad. Marina, con el corazón desgarrado entre su deseo por darle lo mejor a sus hijas y su necesidad por defender sus principios, se negó. No fue fácil. A día de hoy, ocho meses después, apenas se habla con sus hijas.

Marina vive con una hermana. No tiene nada: todo lo ha perdido. Piensa a menudo en vender la casa que fuera de sus padres, esa casa que construyeron con tanto esfuerzo. ¡Ojalá no tuviera que hacerlo! Pero no hay otra solución. Sabe que ella nunca podrá volver a su barrio. Tal vez otros puedan ser felices en la casa de sus padres. Sus hijas, enojadas con ella, viven con su abuela paterna. A veces va a visitarlas, pero entonces tiene que lidiar con el padre de sus hijas. Él dice que todavía la quiere. Ella, sin embargo, aunque le tiene aprecio y lo considera su amigo, no quiere bajo ninguna circunstancia recomenzar una relación con él: no olvida sus problemas con las drogas.

Marina no se llama Marina. Le cambié el nombre para protegerla de miradas indiscretas. Es una mujer de aspecto alegre y travieso: cuenta chistes a velocidad de vértigo y alburea como el que más. Bajo sus carcajadas, sin embargo, oculta un dolor enorme. Carga con culpas que no merece, pero no da su brazo a torcer. Ni siquiera la tremenda presión emocional que ejercen sus hijas sobre ella la detendrá en su empeño por obtener justicia. Tampoco la acuciante falta de dinero o de vivienda. Quisiera decirle a Marina que sus hijas algún día se darán cuenta de que su madre tomó la decisión correcta. Quisiera decirle que todo saldrá bien. Pero aquí nadie sabe qué ocurrirá mañana: solo el tiempo dirá…

Me acuerdo entonces de un poema de Bertolt Brecht, ese poeta de palabras llanas y ásperas que murió hace más de medio siglo y cuyas historias siguen siendo tan vigentes hoy como entonces…

Cuando la casa de los poderosos se derrumba
muchos humildes mueren aplastados.
Los que no comparten la fortuna de los poderosos
a menudo comparten sus desgracias. El carro que se despeña
por el precipicio
arrastra consigo los sudorosos caballos...

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