Todos los caminos de la ciudad de México llevan al Zócalo, pero para cada persona el camino es distinto. Yo llegué hasta aquí buscando historias. Aquí, en el centro de la ciudad de México, bajo un sol inclemente o bajo las súbitas tormentas de la temporada de lluvias que amenazan con inundar las carpas de los huelguistas, hablo con los trabajadores y trabajadoras de Luz y Fuerza del Centro que se mantienen en huelga de hambre en su lucha para recuperar su empleo. Contra los grandes medios de comunicación y contra el reloj que avanza en su contra. Estas son sus historias.

viernes, 4 de junio de 2010

Juan Carlos - día 41


Nombre: Juan Carlos Fonseca Sánchez

En huelga de hambre desde: 29 de Abril

Edad: 52 años

Puesto en LyFC: Distribución foránea (Naucalpan)

Se llama Juan Carlos. Lleva los vestigios de un clásico apellido catalán, pero él no lo sabe. Es un hombre sencillo. Tiene cincuenta y dos años y aparenta tal vez alguno más. Ha debido envejecer en estos treinta y cinco días que lleva sin comer. Por algún motivo, se me antoja que él no debería estar aquí. Pero aquí está, sentado junto a mí, narrándome su vida. Con voz cansada va rompiendo los interminables minutos. Aquí el tiempo es tan lento. Una hora dura días. Un día dura meses. Cualquier distracción –y contarle su vida a una periodista es una de ellas- suele ser recibida con alegría. Hay hombres que al acabar la entrevista nos miran con una expresión de sorpresa y felicidad en el rostro. Como si, narrándonos su vida, hubiesen descubierto algo especial sobre sí mismos. Su propia fuerza, tal vez. Juan Carlos será uno de ellos.

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Junto a Juan Carlos hay una tele. Están pasando una película que tiene aspecto de ser muy mala. Daniel, frente a la tele, mira la película con cara de estar pensando en otra cosa. Otras veces, a través de esta misma tele ven las noticias. Esas noticias en las que ellos nunca salen. Como si no existiesen, como si fuesen parte de un espejismo alucinado que solo ellos pueden ver. Tal vez por eso prefieren las películas. Más allá está Ugal, el ingeniero que reporta en directo desde el campamento. Ahora siempre lleva el teléfono en la mano –como si formase ya parte de su cuerpo- y me ha sacado de algún apuro mandándome fotos. Hace unos días, Ugal soñó que Rafa, el de laboratorios, le hincaba el diente a una enorme milanesa. Y Rafa, cada vez que pasa junto a Ugal, le arranca unas buenas risas al repetir el gesto de morder la inexistente milanesa…

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Les propusieron entrar en la huelga de hambre y Juan Carlos aceptó hacerse los análisis correspondientes. No se le ocurrió que un hombre de cincuenta y dos años los pasaría, pero así fue. Fue invitado a participar en las sesiones informativas, y todavía no se había decidido. Consultó con su esposa y sus hijos: que vayan otros, dijeron, tú ya estás grande. Algo le impidió aceptar las reticencias familiares. No sabe bien qué fue. ¿Haría él, Juan Carlos, una huelga de hambre? ¿Sería capaz? Esta iba a ser tal vez la decisión más importante de su vida. Un día le pidió a su hija que le preparara una pequeña bolsa con cepillo de dientes nuevo, pasta de dientes, unas cuantas mudas, pantalones, sandalias…su hija lo miró incrédula. Tiene otra hija en Chicago. Está sin papeles, y tiene un niño que nació en México y otro nacido en Estados Unidos. No puede venir a México, pero llama a su padre por teléfono a menudo. Junto a la almohada reposa una hermosa chamarra gringa, regalo de su hija. Dice que ahora le queda grande.

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Una pareja hace escala a la puerta de la carpa. Una mujer revisa mi identificación mientras un hombre me recibe con el alegre grito de ¡Barça! Llevo viniendo casi sin interrupción una veintena de días, así que ya me conocen. Bromean conmigo. ¡Cómo estás, tía! Esta es la única entrada al campamento, permanentemente custodiada, donde nadie, ni siquiera López Obrador, entra sin identificarse. La pareja, por su parte, trae una donación: dos cajas grandes de kotex. Les ofrecen entrar para hacer pública su donación pero ellos se rehúsan, tímidos. Las toallas femeninas son cuidadosamente inventariada antes de entrar al campamento. Mientras me identifican me lavo las manos con gel y recibo mi pase de Prensa y un cubrebocas azul. No me gustan los cubrebocas azules, porque son muy gruesos y dan mucho calor. Prefiero los blancos, más finos, pero de esos ya no suelen quedar cuando llego.

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Juan Carlos se despierta pronto, a eso de las seis menos veinte. No puede evitarlo, son muchos años de levantarse temprano. Se queda, sin embargo, aún un rato tumbado sobre el catre. Es un hombre tímido y cuidadoso. No quiere despertar a nadie, así que se queda mirando el techo de la carpa y pensando en su familia. En su hija que está en Chicago, a la que tantas ganas tiene de ver. En su hijo que estudia derecho penal en una escuela privada. Tiene una beca gracias a sus altos promedios, y solo tienen que pagar la mitad. Aún así es caro. El SME le daba también una beca de 400 pesos mensuales hasta el momento de la extinción de la empresa. Ahora, Juan Carlos le urge a su hijo a que aproveche bien el año que le queda para terminar sus estudios. Piensa también en su mujer, que lleva un pequeño puesto de ropa de señoras en los tianguis de San Ildefonso: hace la ruta de los tianguis cada día. Solo los viernes tiene fiesta, y ese día acude a visitarlo al zócalo.

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Dice Juan Carlos que se siente mal por los otros compañeros. Los que no tienen un puesto en el tianguis que, aunque poco, algo deja para comer. Como comerciantes, él o su esposa están obligados a acudir como acarreados a las inauguraciones y actos de Peña Nieto. Cada vez que necesitan su presencia las autoridades les confiscan la tarjeta que les autoriza a vender en el tianguis y se la devuelven en el acto al que deben asistir. De no hacerlo, son penalizados con tres domingos sin vender. Así es la vida. No se queja: al menos él tiene el puesto. Pero los otros, los que no están en la huelga de hambre, sino bajo el sol inclemente o la súbita lluvia, volanteando o colgando mantas…Juan Carlos, en su inmensa, casi desmesurada compasión, piensa mucho en ellos, que sí tienen que comer. Algunos desayunan o comen en la sede del Sindicato, donde un grupo de incansables cocineras prepara hasta 4000 comidas al día. Todas gratuitas, ideadas, principalmente, para dar de comer a los compañeros que apoyan la resistencia, aunque cada vez son más los que, sin tener nada que ver con el SME, acuden también a desayunar su torta al sindicato. La comida no se le niega a nadie. Las cocineras, después de diez horas de trabajo, aún tienen la presencia de ánimo para venir al zócalo. He hablado con ellas, pero solo de pasada. Me pregunto si alguna de ellas tiene aquí dentro al esposo, en huelga de hambre. Dice Juan Carlos que nunca pensó aguantar tanto. Quizá una semana. Pero a día de hoy lleva ya treinta y seis días y fantasea con aguantar hasta los cuarenta. O incluso –dice- llegar al Mundial…

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Afuera, en una de las carpas de apoyo, una mujer cuyo nombre desconozco me cuenta un emocionante capítulo de la historia de México: la historia de la corregidora (lectores internacionales: ver aquí). Su versión incluye una nueva y muy gráfica pincelada: prendida y encerrada la corregidora, ésta manda consigue llamar a un sirviente y le ordena que le traiga un gran pedazo de papel, viejos periódicos, tijeras y clara de huevo…porque sabe leer, pero no escribir. Con pedazos de periódico compone –sigue narrando la mujer, y yo con el alma en vilo- la corregidora su mensaje y manda a un emisario a caballo desde Querétaro hasta el actual San Miguel de Allende. El emisario atraviesa la noche como el alma que lleva el diablo para avisar al cura Hidalgo de que la conspiración ha sido descubierta…poco después, el 16 de Setiembre (y no el 15, como quiso hacer creer Porfirio Díaz) el cura alzará el estandarte de la Virgen de Guadalupe para reclamar la independencia de México…

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A Juan Carlos le quedan apenas cuatro años para jubilarse. Como todos los trabajadores con riesgo eléctrico, se sabe de memoria y recita como un mantra el lema de 27 años, 6 meses y un día. Después de eso, la jubilación. Retirarse del tianguis. Viajar con su esposa. A Acapulco, a Veracruz, e incluso, tal vez, si fuera posible -¡aunque esté tan lejos!- a Chiapas…Envejecer juntos. Acariciaba incluso la idea de sacarse el pasaporte y tramitar una visa para poder visitar a su hija en Chicago… la famosa visa, tan fácil de conseguir para algunos, y tan difícil para otros. Creo que echa muchísimo de menos a su hija. Y que su hija lo echa de menos a él. A veces ella lo llama y él se hace el fuerte…

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Usa esa frase -extrañamente cortés- que ya le he oído a tantos: a ver si de favor nos regresan el trabajo…o si por ley nos dan lo que nos corresponde…¿cuántas veces la he oído ya? Una frase de apariencia suave y amable, servil incluso, que esconde un enorme misterio para mí. Sin rabia. Sin insultos. Yo ya no voy a encontrar trabajo, dice Juan Carlos, y al decirlo sonríe amablemente. No sé, en verdad, descifrar su sonrisa. Dudo, eso sí, que sea de alegría…

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El sábado 19 de junio salió Juan Carlos tras 52 días en huelga de hambre. Un día menos que los años que tiene. (foto y noticia @ugaling)


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