Todos los caminos de la ciudad de México llevan al Zócalo, pero para cada persona el camino es distinto. Yo llegué hasta aquí buscando historias. Aquí, en el centro de la ciudad de México, bajo un sol inclemente o bajo las súbitas tormentas de la temporada de lluvias que amenazan con inundar las carpas de los huelguistas, hablo con los trabajadores y trabajadoras de Luz y Fuerza del Centro que se mantienen en huelga de hambre en su lucha para recuperar su empleo. Contra los grandes medios de comunicación y contra el reloj que avanza en su contra. Estas son sus historias.

viernes, 21 de mayo de 2010

Roberto - día 27


Nombre: Roberto Salcedo Alemán

Comienzo huelga de hambre: 25 de abril

Edad: 46 años

Puesto en LyFC: Cables Subterráneos

En las oscuras entrañas de la ciudad los hombres de las cuadrillas de Cables Subterráneos trabajan incansablemente para mantener las luces de la gran metrópoli siempre encendidas. Roberto es uno de ellos. Está en huelga de hambre desde el primer día y cerca de él hay ya varios catres vacíos de compañeros que han tenido que ser trasladados a diversos hospitales. Han dejado tras de sí un extraño vacío, un silencio incómodo, una prueba demasiado evidente de que el tiempo no avanza en vano. Roberto administra sus fuerzas con la misma sabiduría que antes, en su trabajo, medía el aguante del cuerpo frente a la electricidad. Es un hombre tranquilo y sereno acostumbrado a lidiar con problemas de alto voltaje. Sabe que no puede permitirse que el miedo le haga sudar las manos, a peligro de electrocutarse. Acostumbrado a trabajar con distancias de seguridad invisibles pero de vital importancia, siente ahora que con cada día que pasa está acercándose a su límite de resistencia, pero continúa en su empeño.

Tiene cuarenta y seis años y le faltaba apenas uno para jubilarse. Había alcanzado la categoría máxima en el escalafón de su departamento –sobrestante general- y había sido, además, representante sindical propietario durante los últimos cinco años. Tenía algunos planes: se jubilaría y podría tal vez darle algún lujo a su esposa. Quizá mandar la ropa a lavar para descargar a su señora de trabajo, o cambiarse de coche. Incluso irse unos días de vacaciones a Chiapas con su familia. Pero llegó la extinción de LyFC y se quedó sin trabajo, sin jubilación y con los sueños a medias. La extinción fue un sábado por la noche. Su hijo mayor, que estudia derecho, debía ir a firmar su contrato para entrar a trabajar en el departamento de Cobranzas el lunes siguiente. En ese departamento manejan horarios especiales que permiten que los estudiantes continúen asistiendo a la universidad. No pudo ser. Ahora su hijo busca trabajo –otro, cualquiera- para ayudar a mantener a su familia. Su hija está a punto de cumplir los quince años. Un extraño golpe de suerte para Roberto, que había conseguido ahorrar para la mitad de la fiesta y a punto estaba de ingresarlo en una caja de ahorros junto con otros compañeros cuando se quedó sin trabajo. Ahora ya no habrá fiesta de quinceañera: su propia hija así lo decidió. El dinero será para ir viviendo mientras se decide su destino. La familia apoya su decisión y hasta su esposa, que Roberto dice que por lo general es tímida y retraída, levanta ahora la voz para defender a su esposo y su sindicato frente a la familia.

Hijo y sobrino de trabajadores de Cables Subterráneos, y tras toda una vida trabajando en esto, Roberto conoce todos los peligros a los que se exponen sus hombres. Los hombres de Cables Subterráneos gozan de un privilegio especial: pueden jubilarse a los 28 años de servicio –en vez de esperar hasta los 30 reglamentarios-, pues su trabajo se cuenta entre los que conllevan Riesgo Eléctrico. Dice Roberto que uno nace para este trabajo, que se lleva en la sangre, que te tiene que gustar. La tensión –en todos los sentidos de la palabra- a la que estos electricistas están sometidos es tal que muchos se quiebran y deben ser trasladados a otro departamento. Los accidentes suelen ser mortales, y quien alcanza a sobrevivir a uno queda marcado de por vida. Dicen en LyFC que si te toca un accidente es preferible morir. Las secuelas de los sobrevivientes suelen ser demasiado espantosas.

Cuenta Roberto que se hallaba realizando una maniobra en Tlatelolco. De esto hace ya varios años. Descendió hasta una bóveda. La maniobra tenía que realizarse sin electricidad. Cuando el maestro recibió por radio el mensaje de que ya podían comenzar Roberto accionó la palanca y en ese momento todo tronó. Dice que le pasó la vida en un segundo por delante de los ojos. Pensó tal vez que su hora había llegado. El ayudante de Roberto vio la explosión y corrió hacia él, temiendo lo peor. A 23.000 voltios las posibilidades de salir bien parado de un accidente son escasas. Roberto estaba envuelto en humo, pero sorprendentemente, todo quedó en un susto. La lumbre mortal había salido hacia el otro lado. Se incapacitó durante 10 días, mientras que su ayudante, más conmocionado que él, estuvo de baja durante dos meses. Las dudas lo corroían por dentro y temió no ser ya capaz de continuar en su amado departamento de Cables Subterráneos. Finalmente, regresó al ruedo, se fogueó de nuevo y continuó con su profesión de anécdotas mortales. Otros no fueron tan afortunados y perdieron brazos y piernas en accidentes similares, o quedaron vivos pero carbonizados por dentro, o simplemente se volatilizaron, fundidos bajo una descarga fulminante. A semejantes voltajes el cuerpo humano se calienta a miles de grados. Una vida extraña y llena de peligros la de estos electricistas subterráneos, muchos de los cuales se liquidaron, esperando ser llamados de nuevo por la CFE debido a la alta especialización de su trabajo. En efecto, la CFE ha llamado a muchos de los que han abandonado la resistencia: ahora trabajan sin contrato y con mínimas medidas de seguridad, a sabiendas que no habrá indemnización ni pensión para la viuda en caso de que la suerte falle en su contra y pierdan su eterna partida contra la electricidad.

Tras veintiocho años manipulando redes de media y alta tensión, Roberto iba a jubilarse con su sueldo íntegro de 12.000 (unos 700 euros) pesos mensuales. Ahora afirma sentir cómo su cuerpo se va degradando día a día con el mismo sosiego con que reitera que de aquí saldrá en camilla o con trabajo. Dice que el cansancio te vence, pero que el orgullo te levanta. Y está orgulloso de estar aquí, peleando por unos principios que tiene la reparadora certidumbre de haber logrado transmitir a sus hijos. Tras él, uno de los muchos carteles de ánimo anuncia alguna próxima victoria. Los días pasan espesos y lentos, rotos tan solo por las visitas de la familia, frente a la que hay que hacer de tripas corazón y mostrarse fuerte y animoso. De vez en cuando llega algún camarógrafo en busca de inexistentes comilonas con las que cebar el noticiero siempre ávido de escándalos. Todos se van sin nada que reportar. Los electricistas los ven marchar en silencio, sus rostros enigmáticos cada vez más afilados.


El mismo día en que fue publicada esta historia, algunas horas más tarde, Roberto tuvo que ser conducido a un hospital. Había dicho que saldría en camilla o con trabajo. Salió en camilla.


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