Nombre: Omar Bahena Ortega
En huelga de hambre desde: 27 de Abril
Edad: 21 años
Puesto en LyFC: Taller automotriz
Se llama Omar y no da su brazo a torcer. Duerme un catre más atrás que Miguel. No desea la visita de nadie, o eso dice. Poco amigo de los espectáculos y el drama, este jovencísimo huelguista de hambre, de apenas veintiún años, –el más joven tal vez de todos los presentes- procede de una familia originaria del arisco estado de Guerrero (de donde Ranulfo, me dice, para orientarme en la complicada geografía mexicana, pero del otro lado), muy cerca del pueblo de Joan Sebastian. De allí fueron sus bisabuelos, sus abuelos y sus padres, que más tarde se fueron a vivir a Cuernavaca, donde Omar vive ahora. A los dieciocho años se casó y ahora vive con su esposa y su hijo de tres años junto con su abuela, una señora amante de las plantas más exóticas que tiene la casa llena de flores, plantas curativas y cactus de todo tipo. Tres buganvilias –una blanca, otra morada y otra injertada para que dé flores de todos los colores- adornan el patio y hacen compañía a las gallinas y los perros. Había también un ciruelo, pero se secó. Allí guarda Omar un auto y una moto que tenía previsto componer en algún momento. Ya no pudo ser. También tenía previsto irse de vacaciones con su esposa y su hijo a las playas de Colima, allí donde los grandes hoteles se reparten las paradisíacas playas concesionadas y las separan del resto del mundo con una cinta y un “no pasar”, por más que la constitución mexicana señale explícitamente que las playas pertenecen a la nación. Allí vive una tía y ellos se escaparían hasta las playas públicas, para luego, discretamente, saltarse la línea divisoria que separa a los que comen tortas de los que beben daiquiris de fresa y disfrutar, aunque sea a escondidas, de las mismas playas en las que se bañan los ricos.
Le gusta salir al campo con su esposa y su hijo. A veces se van hasta Tepoztlán y trepan hasta arriba de la pirámide. No le gusta ir al cine, dice, porque si hablas te callan. Trabajaba en el taller automotriz de Cuernavaca, donde confiesa que sólo tenían un gato hidráulico para quince unidades. El único y preciado gato ni siquiera lo había comprado LyFC, porque, para variar, no se les daba presupuesto: era un regalo de Michelín. Los camiones los levantaban con troncos de árbol y cadenas y alguna vez se llevaron un buen susto cuando un vehículo estuvo a punto de aplastar a cuatro trabajadores, entre ellos a Omar. Una de las patas del gato se había roto, pero alcanzaron a escabullirse. Admira la capacidad de sus compañeros para reparar unidades desfasadas cuyas piezas de recambio solo pueden ser encontradas en un desguace. Se enoja en cambio con los ingenieros de confianza que, gracias a los bonos de ahorro, se embolsaron el presupuesto destinado a LyFC. Dice que todo lo que se ahorraban se lo quedaban ellos. Por eso, para ahorrar, los trabajadores de limpieza tenían que limpiar baños sin guantes ni cloro.
Salta a la vista que a Omar no le gusta hablar de sus sentimientos. Auténtico hijo del estado de Guerrero, donde los hombres son rudos y solucionan sus problemas a balazos, recubre sus secretos con una impenetrable coraza de buen humor y pragmatismo. Se define como el más tranquilo de una familia pocas pulgas y amiga de disputas. Tal vez por eso –porque no le gusta hablar de sus sentimientos- no desea que su esposa venga a verle. Dice que no le gusta oír los dramas que algunas señoras le arman a sus compañeros. O tal vez es por otros motivos que sé que no me va a contar. Las economías en su casa, desde el cierre de su compañía, tampoco son brillantes. Pidió un pequeño préstamo a sus familiares para ir tirando, y su señora vende elotes y refrescos. Ahora está aquí, entre tantos otros huelguistas. Sé que cada uno tiene sus motivos, pero Omar no revela el suyo. Me dice solamente, a guisa de explicación, que está enojado.
Enojado porque el diez de octubre salió de trabajar a las diez de la noche y cuando llegó a su casa, descubrió por la tele que ya no tenía trabajo. Enojado por las continuas balaceras en Cuernavaca, por los cuerpos mutilados o colgando de los puentes que se han vuelto comunes desde el asesinato de Betrán Leyva, enojado porque dice que la policía tiene órdenes de huir en vez de enfrentarse al narco, enojado porque los trabajadores son reprimidos mientras los criminales gozan de total impunidad, enojado porque los frijoles gringos, importados, son ya más baratos que los autóctonos gracias a las subvenciones estadounidenses y el deterioro del campo mexicano, y porque los belgas se llevan el cacao y se lo devuelven ya manufacturado a los mexicanos a precios exorbitantes y aún se atreven a proclamarse los reyes del chocolate, enojado por los Levys que se fabrican en México, enviados luego a Estados Unidos para pegarles una etiqueta y ser regresados de nuevo a México para ser vendidos por cuatrocientos pesos, enojado por los intermediarios, por el tratado de libre comercio…por todo esto está enojado Omar, y, aunque no lo dice, supongo que en parte si está aquí es por todas estas injusticias que tan nervioso lo ponen. Admiro su sencillez. Empezó a trabajar a los quince años, pero sabe más que muchos universitarios. Su perspectiva del mundo es fatalista y abrumadoramente exacta. Con dedo certero señala los problemas de su país –Estados Unidos, impunidad, pérdida de soberanía energética y alimenticia- y admite que odia la tele. Tal vez por eso, porque no ve la tele, siendo tan joven, sabe tanto.
El sábado 5 de junio salía Omar de la carpa, aquejado de deshidratación, rumbo a la clínica 26 del IMSS. Llevaba 40 días en huelga de hambre...(foto y noticia: @ugaling)