Todos los caminos de la ciudad de México llevan al Zócalo, pero para cada persona el camino es distinto. Yo llegué hasta aquí buscando historias. Aquí, en el centro de la ciudad de México, bajo un sol inclemente o bajo las súbitas tormentas de la temporada de lluvias que amenazan con inundar las carpas de los huelguistas, hablo con los trabajadores y trabajadoras de Luz y Fuerza del Centro que se mantienen en huelga de hambre en su lucha para recuperar su empleo. Contra los grandes medios de comunicación y contra el reloj que avanza en su contra. Estas son sus historias.

lunes, 31 de mayo de 2010

Omar -día 37


Nombre: Omar Bahena Ortega

En huelga de hambre desde: 27 de Abril

Edad: 21 años

Puesto en LyFC: Taller automotriz

Se llama Omar y no da su brazo a torcer. Duerme un catre más atrás que Miguel. No desea la visita de nadie, o eso dice. Poco amigo de los espectáculos y el drama, este jovencísimo huelguista de hambre, de apenas veintiún años, –el más joven tal vez de todos los presentes- procede de una familia originaria del arisco estado de Guerrero (de donde Ranulfo, me dice, para orientarme en la complicada geografía mexicana, pero del otro lado), muy cerca del pueblo de Joan Sebastian. De allí fueron sus bisabuelos, sus abuelos y sus padres, que más tarde se fueron a vivir a Cuernavaca, donde Omar vive ahora. A los dieciocho años se casó y ahora vive con su esposa y su hijo de tres años junto con su abuela, una señora amante de las plantas más exóticas que tiene la casa llena de flores, plantas curativas y cactus de todo tipo. Tres buganvilias –una blanca, otra morada y otra injertada para que dé flores de todos los colores- adornan el patio y hacen compañía a las gallinas y los perros. Había también un ciruelo, pero se secó. Allí guarda Omar un auto y una moto que tenía previsto componer en algún momento. Ya no pudo ser. También tenía previsto irse de vacaciones con su esposa y su hijo a las playas de Colima, allí donde los grandes hoteles se reparten las paradisíacas playas concesionadas y las separan del resto del mundo con una cinta y un “no pasar”, por más que la constitución mexicana señale explícitamente que las playas pertenecen a la nación. Allí vive una tía y ellos se escaparían hasta las playas públicas, para luego, discretamente, saltarse la línea divisoria que separa a los que comen tortas de los que beben daiquiris de fresa y disfrutar, aunque sea a escondidas, de las mismas playas en las que se bañan los ricos.

Le gusta salir al campo con su esposa y su hijo. A veces se van hasta Tepoztlán y trepan hasta arriba de la pirámide. No le gusta ir al cine, dice, porque si hablas te callan. Trabajaba en el taller automotriz de Cuernavaca, donde confiesa que sólo tenían un gato hidráulico para quince unidades. El único y preciado gato ni siquiera lo había comprado LyFC, porque, para variar, no se les daba presupuesto: era un regalo de Michelín. Los camiones los levantaban con troncos de árbol y cadenas y alguna vez se llevaron un buen susto cuando un vehículo estuvo a punto de aplastar a cuatro trabajadores, entre ellos a Omar. Una de las patas del gato se había roto, pero alcanzaron a escabullirse. Admira la capacidad de sus compañeros para reparar unidades desfasadas cuyas piezas de recambio solo pueden ser encontradas en un desguace. Se enoja en cambio con los ingenieros de confianza que, gracias a los bonos de ahorro, se embolsaron el presupuesto destinado a LyFC. Dice que todo lo que se ahorraban se lo quedaban ellos. Por eso, para ahorrar, los trabajadores de limpieza tenían que limpiar baños sin guantes ni cloro.

Salta a la vista que a Omar no le gusta hablar de sus sentimientos. Auténtico hijo del estado de Guerrero, donde los hombres son rudos y solucionan sus problemas a balazos, recubre sus secretos con una impenetrable coraza de buen humor y pragmatismo. Se define como el más tranquilo de una familia pocas pulgas y amiga de disputas. Tal vez por eso –porque no le gusta hablar de sus sentimientos- no desea que su esposa venga a verle. Dice que no le gusta oír los dramas que algunas señoras le arman a sus compañeros. O tal vez es por otros motivos que sé que no me va a contar. Las economías en su casa, desde el cierre de su compañía, tampoco son brillantes. Pidió un pequeño préstamo a sus familiares para ir tirando, y su señora vende elotes y refrescos. Ahora está aquí, entre tantos otros huelguistas. Sé que cada uno tiene sus motivos, pero Omar no revela el suyo. Me dice solamente, a guisa de explicación, que está enojado.

Enojado porque el diez de octubre salió de trabajar a las diez de la noche y cuando llegó a su casa, descubrió por la tele que ya no tenía trabajo. Enojado por las continuas balaceras en Cuernavaca, por los cuerpos mutilados o colgando de los puentes que se han vuelto comunes desde el asesinato de Betrán Leyva, enojado porque dice que la policía tiene órdenes de huir en vez de enfrentarse al narco, enojado porque los trabajadores son reprimidos mientras los criminales gozan de total impunidad, enojado porque los frijoles gringos, importados, son ya más baratos que los autóctonos gracias a las subvenciones estadounidenses y el deterioro del campo mexicano, y porque los belgas se llevan el cacao y se lo devuelven ya manufacturado a los mexicanos a precios exorbitantes y aún se atreven a proclamarse los reyes del chocolate, enojado por los Levys que se fabrican en México, enviados luego a Estados Unidos para pegarles una etiqueta y ser regresados de nuevo a México para ser vendidos por cuatrocientos pesos, enojado por los intermediarios, por el tratado de libre comercio…por todo esto está enojado Omar, y, aunque no lo dice, supongo que en parte si está aquí es por todas estas injusticias que tan nervioso lo ponen. Admiro su sencillez. Empezó a trabajar a los quince años, pero sabe más que muchos universitarios. Su perspectiva del mundo es fatalista y abrumadoramente exacta. Con dedo certero señala los problemas de su país –Estados Unidos, impunidad, pérdida de soberanía energética y alimenticia- y admite que odia la tele. Tal vez por eso, porque no ve la tele, siendo tan joven, sabe tanto.

El sábado 5 de junio salía Omar de la carpa, aquejado de deshidratación, rumbo a la clínica 26 del IMSS. Llevaba 40 días en huelga de hambre...(foto y noticia: @ugaling)


domingo, 30 de mayo de 2010

Miguel - día 36


Nombre: Miguel Ángel Domínguez León

En huelga desde: 28 de Abril

Edad: 46

Puesto en Luz y Fuerza: Cables Subterráneos – Sobrestante Instalación y Mantenimiento

Dice la historia oficial que el presidente mexicano Venustiano Carranza había emprendido el traslado de todo su gabinete, familias incluidas, desde la Ciudad de México hasta Veracruz. Con él trasladaba también su mobiliario y todo el tesoro de la nación, consistente en kilos y kilos de oro, plata y billetes. La historia que le contaron a Miguel es muy otra. En su historia, Venustiano Carranza, barbón y traidor, avanza solo en la oscuridad a lomos de una mula vencida bajo el peso del oro robado. El presidente huye con el tesoro de la nación. Se detiene a descansar en Mixtlán (Puebla), donde uno de los nativos del pueblo lo reconoce. Cuando el presidente prófugo reemprende su camino hacia Veracruz, el nativo de Mixtlán lo sigue en silencio. Finalmente, el presidente arriba a Tlaxcalantongo, donde se dispone a pasar la noche. El nativo de Mixtlán se acerca entonces al presidente dormido y, despechado, descerraja de un tiro al ladrón. Así se las gastan los mexicanos con los presidentes ladrones. Más tarde, el cuerpo del presidente sería llevado desde Necaxa hasta la Ciudad de México en el ferrocarril de LyFC que conducía el abuelo materno de Miguel. Necaxa: patria de Miguel, cuna de la electricidad en México, orgullo de la nación, de dónde salió el primer chispazo de energía eléctrica en dirección a la Ciudad de México y las minas de Hidalgo y Michoacán en 1905. Necaxa, que significa, en náhuatl, “el lugar donde nace el agua”. Miguel nos habla de la lluvia, de las cinco presas que alimentan la gran planta hidroeléctrica –ahora inactiva-, de los ríos y los bosques húmedos: Necaxa.

Miguel es un hombre sereno y reflexivo. Serio y prudente en un principio, se va abriendo a medida que comprueba que no le hemos mentido al decir que venimos a escuchar su historia. Nos cuenta su vida y la de los suyos con la sorpresa de quien recién viene descubriendo que lleva un gran narrador dentro, y a medida que las palabras fluyen la historia se tensa, toma vuelo y abre las alas. Habla de su otro abuelo, que fue villista, y que al regresar de la revolución trabajó en la mina y luego en LyFC. Yo, como siempre, me río suavemente ante la expresión tantas veces escuchada y jamás plenamente comprendida: regresar de una revolución. Miguel me mira sin comprender mi incomprensión. No sabe que en España, los perdedores de la revolución fueron perdedores para siempre. Franco, nuestro infame dictador patrio, se encargó de humillar la memoria de los revolucionarios y la de sus hijos. El abuelo de Miguel, en cambio, que luchó con Pancho Villa, regresó de la revolución vivo, pobre y sin miedo a represalia alguna.

Su trabajo en Cables Subterráneos –ese departamento vital que jamás cobró mordidas a nadie y que sin embargo tiene presencia masiva en esta huelga de hambre- consistía en la reparación de fallas, principalmente en cables. Me habla del peligroso cable trifásico, cuyas tres fases, separadas apenas por un par de centímetros, no deben rozarse bajo ningún concepto. Me habla de los guantes reglamentarios que a menudo tienen que quitarse, pues la sensibilidad en las manos es vital para salir victorioso de la tarea. Me habla de la vez que, acabando una soldadura, dobló un hilito de cobre con la mano desnuda, un hilo fino como un cabello, insignificante, y que el suelo, húmedo aún de las lluvias recientes aunque pareciera seco, le traicionó. La soldadura unió dos de los cables trifásicos y al tocar el hilo Miguel hizo contacto con tierra y se quedó pegado al cable: cuanto más luchaba por despegarse, más y más violentamente le jalaba la electricidad. Aconteció por casualidad que un compañero alcanzó a darse cuenta y cortó el cable. Sobrevivió para contarlo.

Sufrió la falta de material que imperaba en toda la empresa y confiesa que en ocasiones la cuadrilla tuvo que hacer colecta para ir a comprar algún cable o tornillo. En otras ocasiones usaban materiales reciclados y recuerda que alguna vez hasta tuvieron que escarbar en la basura para conseguirse algún material con el que reparar la falla. Me cuenta como el gobierno estrangulaba a la empresa mediante los famosos bonos de ahorro, que premiaban a los ingenieros de confianza con cada peso que no destinaban al presupuesto de su departamento. Sin embargo, su cuadrilla nunca dejó un trabajo sin hacer. Lo dice con el mismo orgullo con que afirma que el convenio de productividad que el sindicato firmara con el gobierno marchaba viento en popa a pesar de la falta de materiales y de las camionetas centenarias. En octubre de 2009, el sindicato había cumplido ya con el 91% de los objetivos marcados en 2008 y disponía todavía de varios meses para cumplir el 9% restante.

Un año y medio antes de la polémica extinción había ascendido a sobrestante. Tenía ahora a quince hombres a su cargo y su sueldo subió. Se permitió entonces realizar el sueño de toda una vida: comprarse una camioneta para viajar con su esposa y sus dos hijos. Aprovecharon los fines de semana y las vacaciones para hacer viajes relámpagos a Reynosa, a Querétaro, a Puebla, a Veracruz y, claro está, a Necaxa, su pueblo. Durante uno de sus viajes se acercaron a la frontera con Estados Unidos, esa línea infranqueable que separa los dos países como una valla de espinas. Contemplaron de lejos el país vecino. Vieron con asombro los edificios esbeltos y ordenados y allí fue donde Miguel le prometió a su hija que para sus quince años la llevaría de viaje a California, donde vive su tía, para que pudiera ir a Disneyland. La vida al fin le sonreía y los sueños quedaban un poco más cerca. Llegó entonces la extinción. Sobrevivieron gracias a los ahorritos que tenían separados para el regalo de quince años de la hija. Ya no habría viaje a California, ni viaje a ninguna otra parte, pues tuvieron que venderse también la camioneta. No logró encontrar trabajo en ningún lado, pues como todos los demás trabajadores, está boletinado.

Las ganas de seguir peleando le llegan hasta el cielo. Al cuerpo, en cambio, le cuesta más. En el momento de mayor desesperación, antes de empezar la huelga, se dirigió al camposanto. Allí reposa su padre, a quien Miguel tanto echa de menos. Dice que no puede fallarle a sus abuelos, a su padre: a sus muertos se encomienda para que le den fuerza en esta lucha desesperada. Y los muertos velan sus sueños. Dice que soñó anoche que estaba de nuevo trabajando cables con sus compañeros. No soñó que ganaban la lucha, no soñó una fiesta: solo que estaban todos juntos, de nuevo, trabajando. Fue feliz.

Yo también quiero contarle una historia a Miguel. Durante la Revolución, los mexicanos, pobres de solemnidad, se alzaron en armas al grito de “Tierra y Libertad”. No obtuvieron ni la una ni la otra. Veinte años después, los españoles les hicieron eco: Tierra y Libertad, gritaron los republicanos, y fueron condenados de por vida a la vergüenza y el exilio. Del Madrid republicano que resistió tres años bajo las bombas enemigas, por su parte, llegó una consigna a México, una consigna que se expandió rápidamente por toda América Latina. En pago del “Tierra y Libertad”, la España más rebelde y castigada enviaba su última voluntad a los países de acogida. Sus hijos fugitivos, sin embargo, llegaron a México con dos palabras escondidas en la maleta. Ahora esas palabras ondean en las pancartas del Sindicato de Electricistas: No Pasarán, dicen.

El jueves 3 de junio, tras 37 días en huelga de hambre, salió Miguel Domínguez rumbo al hospital con fuerte dolor abdominal y desvanecimiento (fuente y foto: @ugaling). Miguel, amigo: espero que tu sueño se cumpla pronto.

sábado, 29 de mayo de 2010

Rafa - día 35


Nombre: Rafael Muñiz Trejo

En huelga de hambre desde: 30 de Abril

Edad: 29 años

Puesto en LyFC: Laboratorio – protección 2

Rafa dice que a él no se le dan bien las entrevistas. Tímido y nervioso, busca con el cuidado de un coleccionista las palabras con las que describir todos los sentimientos que le embargan. A veces, en el límite de lo increíble, no logra hallarlas, y se declara rendido ante la imposibilidad de encontrar una sola palabra que describa lo que siente hacia el gobierno mexicano: no es posible, dice, no es posible. Los ciento cuatro kilos que declara haber pesado hace siete meses no se ven por ningún lado. Se han perdido junto con los planes de vida que Rafa nunca se cuestionó: hasta ahora. Ahora, en la quietud de acuario de la carpa, donde las horas son tan lentas y los únicos estímulos diarios son la llegada de La Jornada por la mañana y la visita de la familia, amigos o novia por la tarde, Rafa tiene el tiempo que necesitaba para revisar su vida y proyectar sus sueños en las blancas paredes de plástico.

A veces, como hoy, la monotonía del hambre y de la irremediable espera se ve rota por la llegada de algún periodista. Algunos husmean en los rincones con sus cámaras de alta definición en busca de inexistentes platos de comida. “¡Escondan sus tortas!” se carcajean los famélicos electricistas ante la llegada de los grandes medios de comunicación. Temblorosos, mareados y más desmejorados a cada día que pasa, los electricistas aguantan estoicamente los despropósitos del cerco mediático que se resquebraja un poco más a cada hora que pasa. Están comprando tiempo a costa de sus órganos internos, pero no cejan en su empeño de concederles a sus compañeros un día, una hora, un minuto más para que finalmente su despojo en particular y el saqueo de recursos energéticos en general penetre, por fin, de lleno en la agenda mediática.

Con voz cansada me habla Rafa de la España con la que -ahora que tiene tiempo- se permite soñar. Me pide que le cuente de nuestras gentes, de nuestro acento, de nuestros modos. No siempre tuvo el tiempo que ahora, por primera vez en muchos años, tiene. Sus sueños de estudiar y divertirse se le escaparon con la muerte de su padre cuando él tenía dieciocho años. El mayor de tres hermanos, Rafa abandonó entonces sus planes de estudio y entró a trabajar en LyFC para sostener a su madre y a sus dos hermanos menores. Trabajaba en los laboratorios, allí donde cada guante, cada bota y cada jirafa eran (y ahora si digo “eran” con plena consciencia y responsabilidad, pues no se sabe de nadie que esté supliendo estas tareas vitales ahora, en el presente, en las instalaciones de la CFE o las de sus misteriosos contratistas) revisados hasta en tres veces el límite de tensión que debían soportar. Si no pasaban la prueba, serían rasgados y desechados. Tarea de su equipo era también determinar de quién era la culpa de cada falla energética: si de la empresa demandante, de LyFC o de la CFE. El oscilograma (denominado jocosamente por Rafa y sus compañeros el chismógrafo) determinaría de quién había sido la culpa y quién, por lo tanto, debía pagar.

Una falla, cuenta Rafa, es como una gota en el agua: sus ondas y consecuencias se reflejan y dejan huellas en todo el sistema. Su tarea consistía precisamente en rastrear esas huellas y localizar el origen de la falla. No era una tarea exenta de riesgos. Dejar sin luz al ejército, por ejemplo, podía ser castigado incluso con la cárcel. No alcanza a imaginarse el mar de olas revueltas que revelaría ahora el chismógrafo. Me recomienda encarecidamente ir con cuidado al andar por las calles: en el centro histórico, los cables subterráneos de 23000 V están por fuera, al alcance de cualquier pie desprevenido. Los transformadores se hallan cubiertos de agua y hojas secas. Y cada vez más cables cuelgan sueltos desde las líneas aéreas, balanceándose inocentes sobre las cabezas de los desprevenidos transeúntes. Si oyes un chisporroteo, un ruido extraño sobre tu cabeza, me dice, corre.

Me pide que le hable de España, de Europa. Como responsable de su familia, nunca se permitió soñar hasta ahora. Pinto para él una puesta de sol, le hablo de los larguísimos atardeceres del norte de europa, donde las puestas de sol duran hasta dos horas y amanece a las cuatro de la mañana. Con los ojos brillantes me escucha mientras el atardecer de México, violentamente tropical, se extingue rápida y luminosamente en el cielo y da paso a una noche profunda. Al fondo, distinguimos a los soldados que, desde el Palacio Nacional, vigilan el campamento del SME y las carpas colindantes que ocupan ya toda la plancha del Zócalo. Atrapados en un edificio cuyos planos correspondían originalmente al de una cárcel, las siluetas de los soldados se recortan amenazadoras contra los barrotes que los protegen, o, según se quiera ver, los encierran.